EGOÍSMO MORAL
Luz María
Sánchez Rovirosa
“Que nadie se a tan rico como para poder comprar a otro, ni nadie tan
pobre como para verse forzado a venderse” Rosseau.
Todos
sin excepción, en algún momento de nuestras vidas hemos sentido la sensación de
tener el estómago vacío y la necesidad imperiosa de comer para satisfacer esa
exigencia. Muchos de nosotros podemos solucionarlo inmediatamente, pero hay
muchos más, que difícilmente lo lograrán.
La mayoría sabemos que para no ser pobre, es necesario tener recursos
para poder comer, vestirse, asearse, cocinar, tener un techo, acceso a la
educación y al cuidado de la salud. Entonces la pobreza extrema o la “miseria”,
es considerada para aquellas personas, que están muy lejos de superar ya su
condición de pobreza.
Hoy por hoy, se asegura (y con razón), que el incremento de la pobreza
es una clara muestra del “fracaso de los modelos de gobierno” llámense
priístas, panistas, perredistas y demás, ya que es el resultado de una política
social equivocada; porque no es con el paternalismo o asistencialismo como se
genera progreso, sino con políticas de proyectos productivos y desarrollo
humano, que permitan a los ciudadanos generar sus propios ingresos y subsistir,
tal como debería ser la cuestionada “Cruzada contra el Hambre”
¿Pero
qué nos inquieta al retomar este tema? Recientemente se escuchó retumbar (entre
otras), la noticia del lanzamiento por parte del presidente Enrique Peña Nieto
de la iniciativa “Mesoamérica sin hambre”, que es una proposición de
cooperación internacional con los países de Centroamérica, así que México rimbombantemente,
lanzó dicha iniciativa con un financiamiento inicial, de -tres millones de
dólares-.
El
hambre es según la Real Academia Española “las ganas y necesidad de comer”;
pero eso es una primera acepción, es decir, una sensación como un momento
pasajero. Pero el hambre también se define como “la escasez de alimentos
básicos para vivir, que causa miseria generalizada”. Esta es el hambre que
humilla, que causa dolor; es el hambre que mata.
Más
allá de las cifras sobre el número de pobres que hay en nuestro país, de los
criterios (¿?) para medir la pobreza, de los proyectos de desarrollo y de todos
los planes gubernamentales, el hecho categórico es que existen demasiados
pobres en México.
Esos
pobres, que carecen de los mínimos beneficios para comer, vestir, recibir
educación, conservar la salud y a veces hasta la misma vida. Esos pobres que no
tienen un empleo estable o justamente retribuido (muchos de ellos por no tener
acta de nacimiento (identidad), o capacidad laboral); aquellos que se
encuentran enfermos, abandonados, olvidados y en silencio; los que tienen que
dejar su lugar de origen por falta de oportunidades; quienes padecen adicciones,
los que padecen algún tipo de discapacidad o enfermedades
crónicas-degenerativas; aquellos para quienes la calle es más segura que un
hogar violento; los desnutridos, los ignorados. ¿A todos ellos que estaban
incluidos (con condiciones) en este gran proyecto nacional, ya se les quitó el
hambre, para que México quiera y pueda ayudar a los de fuera?
Estoy
segura que el gobierno no ha entendido, que a los ciudadanos no puede tratarnos
ni como un número, ni como un dato; sino como seres humanos, con rostro, nombre
y apellidos (los que no tenemos el infortunio de carecer de identidad),
personas que somos parte de la historia, de la política y del paisaje de este
hermosos país.
Los
pobres, los hambrientos, los marginados, ya no quieren acciones asistenciales,
sino la solución del problema estructural, que produce su lamentable estado.
Urge
que el gobierno tome con seriedad el tema de la pobreza y sus consecuencias, y
lo asuma como -una prioridad para México-; no solo con fines partidistas,
electorales, ni con el -egoísmo moral-, que producen los protagonismos
exacerbados, que cubren el protocolo internacional, y le puedan aplaudir al
presidente. Urge el bienestar común de todo el país, sin excepción. ¡Vale la
pena reflexionarlo!
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